Título: FOUR COLOR FEAR
Autor: VV. AA.
Editorial: DIÁBOLO
Páginas: 320
PVP: 34,95 €
Antes de nada, me confieso de nuevo, y como siempre, adorador de ese patrimonio intangible de la humanidad que son los comics del New Trend de la EC, y lamento, por encima de tantas otras graves torpezas editoriales de nuestro país, que nunca se haya visto por estos lares una edición como dios manda de títulos seminales como Tales of the Crypt, Two-Fisted Tales, Shock SuspenStories o Weird Science –y, ya puestos, del Mad de Harvey Kurtzman, que es la crème de la crème, aun cuando leyéndolo en el formato mini disponible en castellano pueda uno no darse cuenta–. Tenemos, en cambio, una exitosa edición de lujo de Creepy, que viene a ser un sucedáneo descafeinado, por censurado y por sin gracia, de las cabeceras de horror de lo antes dicho, un producto secundario, monótono y soso –bonito, eso sí, como colección de estampas–, pero que, por aquello de la nostalgia, arrastra su propio culto, aunque ese es otro asunto, que habrá que tratar en otra ocasión.
Y tiene uno la sensación, o tenía hasta ahora, de que con una cosa y otra, con la EC y la Warren, estaba repartida la totalidad de lo que estaba permitido conocer de los clásicos estadounidenses del género al lector español. Pero no, fíjense que suerte, ha venido la madrileña editorial Diábolo a ofrecernos la traducción de la valiosa línea de rescate, en lo que a todo esto respecta, emprendida por Fantagraphics. Si primero fue Strange Suspense. Los archivos de Steve Ditko. Vol. 1, un libro capital para comprender la personalidad y el surgimiento del estilo gráfico del tercer punto de apoyo del trípode sobre el que se asentó la era Marvel de los cómics, ahora ha llegado a librerías Four Color Fear, una joya de tomo y lomo; grueso lomo, por cierto.
Compiladas aquí hay cuarenta historietas y un amplio puñado de portadas provenientes de oscuras cabeceras coetáneas al New Trend, o, dicho de otro modo, de la competencia de la EC en los años anteriores al recrudecimiento de la censura por el Comics Code Autorithy; 1951 a 1954, para ser más exactos. La nómina de artistas es sencillamente pasmosa, vean: Bob Powell, Jack Cole, Basil Wolverton, Howard Nostrand, Harry Lazarus, Jack Katz, Wallace Wood, Frank Frazetta, Joe Kubert y un largo, largo etcétera, entre los que, puestos a incluir, se incluyen hasta Simon y Kirby, que firman una portada.
Totum revolutum de epígonos y aventajados, los dibujantes de Four Color Fear son una fiesta para los sentidos a la que estamos todos invitados por un precio que puede parecer caro de antemano, pero que, ya leído el libro, resulta irrisorio. Personalmente, lo considero uno de los mejores de lo que va de año, y no singularizo la distinción porque en esta cosecha han caído ya el Frank, de Jim Woodring, y el Binky Brown conoce a la Virgen María, de Justin Green, y esas son, ya sí, palabras mayores. En fin, hagan ustedes la quiniela que prefieran, pero incluyan Four Color Fear. Saldrán ganando.
Javier Fernández
30 mayo 2011
16 mayo 2011
VISITA A LA GALAXIA EMPÍRICA
Título: LA ODISEA DE LA METAMORFOSIS Y OTRAS HISTORIAS
Autor: JIM STARLIN
Editorial: PLANETA DeAGOSTINI
Páginas: 240
PVP: 25 €
Hace doce años, tal día como hoy, estaba yo paseando por Oxford a lomos de una bicicleta alquilada. Había pedido una excedencia en mi trabajo de asistente editorial de McGraw-Hill y me había marchado a Inglaterra para completar in situ el último trimestre de los cursos de edición organizados por la Oxford Brookes University, que había venido tomando hasta entonces en Madrid. Sé con certeza que me hallaba sobre la bicicleta porque les escribo esta nota a la hora de comer, y a la hora de comer, todos y cada uno de los días que pasé en Oxford, me dediqué a pedalear.
Salía en realidad muy temprano de casa, subía una cuesta empinada, de cerca de un kilómetro, hasta la universidad y, ya en la cima, luego de pasar junto a los edificios de la Brookes, me tiraba por otra pendiente, aún más larga, hacia el Magdalen Bridge y el downtown. O, según el humor del día, evitaba directamente la subida y escogía uno de los largos paseos que circunvalan los suburbios de la ciudad. Asistir a clase no era una opción. Entre los demás alumnos me sentía como un marciano, y la belleza de Oxford me tenía extasiado. No buscaba otro contacto que la visión de calles, plazas y edificios, de la luz resonando en la piedra o en la exuberante y omnipresente vegetación.
Dejaba la bicicleta junto Cornmarket Street o en Broad Street y me ponía a caminar hasta la hora de la comida. Después de comer me subía de nuevo a la bicicleta y daba vueltas y vueltas, en círculos concéntricos, hasta que el día comenzaba a retraerse: el momento de volver a casa.
Allí en Oxford, por la noche, leí sobre todo ciencia ficción y poesía. El espectáculo del día me obligaba a buscar invenciones y metáforas que, si no lo superasen, al menos lo igualasen. Y casi todos los libros que devoré, incluidos los voluminosos tomos de The Encyclopedia of Science Fiction y The Encyclopedia of Fantasy, carecían de imágenes. Hubo tres únicas excepciones, tres libros ilustrados que compré cerca del Magdalen Bridge. Los recuerdo vívidamente porque celebré con alegría su encuentro, y los conservo con la misma alegría. Uno es la edición ilustrada por Howard Chaykin de The Stars My Destination, la novela de Alfred Bester que sigue siendo uno de mis libros favoritos; otro, Six from Sirius, de Doug Moench y Paul Gulacy, que no viene al caso; y el otro, Dreadstar, la vieja novela gráfica de Jim Starlin.
Leer a Starlin, a aquel Starlin de La odisea de la metamorfosis, The Price y el primer Dreadstar, el epígono de Cordwainer Smith, era, y sigue siendo, asomarse a un estado adolescente de las cosas, un estado de fascinación perpetua y sencillez, de amores trágicos y tragedias rimbombantes, de sueños –parafraseando a John Ruskin– más nobles que nuestro mundo, y, por ello, imposibles de digerir si no se suspende esa censura a la que llamamos credulidad. Recomiendo leer estas páginas previas e introductorias al célebre space opera de Jim Starlin –felizmente compiladas en este tomo de Planeta, muchas de ellas por primera vez en nuestro idioma– con el humor del que pedalea para no ir a clase, del que espera la maravilla a la vuelta de la esquina y antepone la belleza a todo lo demás. Del que busca para no encontrar.
Porque sólo así se encuentra
Javier Fernández
Autor: JIM STARLIN
Editorial: PLANETA DeAGOSTINI
Páginas: 240
PVP: 25 €
Hace doce años, tal día como hoy, estaba yo paseando por Oxford a lomos de una bicicleta alquilada. Había pedido una excedencia en mi trabajo de asistente editorial de McGraw-Hill y me había marchado a Inglaterra para completar in situ el último trimestre de los cursos de edición organizados por la Oxford Brookes University, que había venido tomando hasta entonces en Madrid. Sé con certeza que me hallaba sobre la bicicleta porque les escribo esta nota a la hora de comer, y a la hora de comer, todos y cada uno de los días que pasé en Oxford, me dediqué a pedalear.
Salía en realidad muy temprano de casa, subía una cuesta empinada, de cerca de un kilómetro, hasta la universidad y, ya en la cima, luego de pasar junto a los edificios de la Brookes, me tiraba por otra pendiente, aún más larga, hacia el Magdalen Bridge y el downtown. O, según el humor del día, evitaba directamente la subida y escogía uno de los largos paseos que circunvalan los suburbios de la ciudad. Asistir a clase no era una opción. Entre los demás alumnos me sentía como un marciano, y la belleza de Oxford me tenía extasiado. No buscaba otro contacto que la visión de calles, plazas y edificios, de la luz resonando en la piedra o en la exuberante y omnipresente vegetación.
Dejaba la bicicleta junto Cornmarket Street o en Broad Street y me ponía a caminar hasta la hora de la comida. Después de comer me subía de nuevo a la bicicleta y daba vueltas y vueltas, en círculos concéntricos, hasta que el día comenzaba a retraerse: el momento de volver a casa.
Allí en Oxford, por la noche, leí sobre todo ciencia ficción y poesía. El espectáculo del día me obligaba a buscar invenciones y metáforas que, si no lo superasen, al menos lo igualasen. Y casi todos los libros que devoré, incluidos los voluminosos tomos de The Encyclopedia of Science Fiction y The Encyclopedia of Fantasy, carecían de imágenes. Hubo tres únicas excepciones, tres libros ilustrados que compré cerca del Magdalen Bridge. Los recuerdo vívidamente porque celebré con alegría su encuentro, y los conservo con la misma alegría. Uno es la edición ilustrada por Howard Chaykin de The Stars My Destination, la novela de Alfred Bester que sigue siendo uno de mis libros favoritos; otro, Six from Sirius, de Doug Moench y Paul Gulacy, que no viene al caso; y el otro, Dreadstar, la vieja novela gráfica de Jim Starlin.
Leer a Starlin, a aquel Starlin de La odisea de la metamorfosis, The Price y el primer Dreadstar, el epígono de Cordwainer Smith, era, y sigue siendo, asomarse a un estado adolescente de las cosas, un estado de fascinación perpetua y sencillez, de amores trágicos y tragedias rimbombantes, de sueños –parafraseando a John Ruskin– más nobles que nuestro mundo, y, por ello, imposibles de digerir si no se suspende esa censura a la que llamamos credulidad. Recomiendo leer estas páginas previas e introductorias al célebre space opera de Jim Starlin –felizmente compiladas en este tomo de Planeta, muchas de ellas por primera vez en nuestro idioma– con el humor del que pedalea para no ir a clase, del que espera la maravilla a la vuelta de la esquina y antepone la belleza a todo lo demás. Del que busca para no encontrar.
Porque sólo así se encuentra
Javier Fernández
10 mayo 2011
100 % DANIEL CLOWES
Título: WILSON
Autor: DANIEL CLOWES
Editorial: RANDOM HOUSE MONDADORI
Páginas: 96
PVP: 17,90 €
Pasa con Daniel Clowes (Chicago, 1961) que impone cierto respeto. No sólo por su trayectoria, una de las más sólidas e influyentes del panorama contemporáneo, sino también, y principalmente, por el espectacular virtuosismo del autor de Ghost World. La mirada de Clowes es una lente de aumento capaz de amplificar las emociones más delgadas y convertirlas en protagonistas absolutas de sus historietas, pero conviene recordar que la mirada no es sólo intuición, se necesita técnica. Y en eso –todo el que lo ha leído lo sabe– nos hallamos ante un maestro.
No diré que Clowes haya inventado esto o aquello, pues qué duda cabe que la historieta es un arte de préstamos –o plagios, el término que más le gusta a mi amigo y poeta Luis Gámez, quien, por cierto, estrena en estos días su ópera prima, El libro de las transformaciones (Aristas Martínez Ediciones, 2011), que ahonda en este y otros temas y que desde aquí celebro y recomiendo– y lo de fulanito se encuentra fácilmente en sultanito si se sabe rastrear. Pero sí diré que su obra ha facilitado el trabajo a muchos. Se puede especular cómo aprendió Clowes a medir el tiempo, a componer la soledad, a abocetar motivaciones o a rotar la cámara alrededor de máscaras que se dicen personajes, pero mucho más sencillo que seguirle la pista a sus afluentes, es localizar a sus epígonos, que son legión. Y es que el autor de Wilson pasa por ser uno de los más imitados del medio, especialmente entre la esfera indie, y no cito a nadie por no faltar al respeto. La aparición de Clowes fue un terremoto, y su onda expansiva todavía no acaba. Véase que tomadas sus obras principales –a mí David Boring me pirra, como a todo el mundo, y Ice Haven y las historietas cortas y etcétera, pero confieso que tengo predilección por Ghost World, vaya usted a saber por qué–, hasta se diría que Clowes se plagia a sí mismo, pero, qué coño, está en su derecho.
Porque no creo que Wilson descubra nada a nadie; a nadie que ya lo conozca, quiero decir. Y claro está que tiene sus momentos, sus muchos momentos, fruto de la técnica portentosa made in Clowes –con las connotaciones ya referidas–. El libro está hecho de elipsis y resonancias, y tiene mensajes encriptados que cobran sentido en el desarrollo, que es lo que viene siendo leer a Daniel Clowes. Quizá lo nuevo sea una cierta madurez, en el sentido fisiológico de la palabra. Porque, sí, el hombre se está haciendo mayor. Y conste que no lo digo en sentido peyorativo, sino como simple constatación de un hecho. Hay a quien no le gusta el Kirby de los setenta, quien lo considera senil, como senil es un calificativo asociado al Miller del All Star Batman y Robin, pero es que a mí me pirran ambos, y me pirra Wilson, con todo y lo dicho. En los tres casos me sobran explicaciones, y por eso no las daré aquí –y que no se piense nadie que no he reparado en el uso de tal o cual motivo en Wilson–. Los encuentro, sencillamente, sobrados y divertidos. Muy, muy divertidos.
Javier Fernández
Autor: DANIEL CLOWES
Editorial: RANDOM HOUSE MONDADORI
Páginas: 96
PVP: 17,90 €
Pasa con Daniel Clowes (Chicago, 1961) que impone cierto respeto. No sólo por su trayectoria, una de las más sólidas e influyentes del panorama contemporáneo, sino también, y principalmente, por el espectacular virtuosismo del autor de Ghost World. La mirada de Clowes es una lente de aumento capaz de amplificar las emociones más delgadas y convertirlas en protagonistas absolutas de sus historietas, pero conviene recordar que la mirada no es sólo intuición, se necesita técnica. Y en eso –todo el que lo ha leído lo sabe– nos hallamos ante un maestro.
No diré que Clowes haya inventado esto o aquello, pues qué duda cabe que la historieta es un arte de préstamos –o plagios, el término que más le gusta a mi amigo y poeta Luis Gámez, quien, por cierto, estrena en estos días su ópera prima, El libro de las transformaciones (Aristas Martínez Ediciones, 2011), que ahonda en este y otros temas y que desde aquí celebro y recomiendo– y lo de fulanito se encuentra fácilmente en sultanito si se sabe rastrear. Pero sí diré que su obra ha facilitado el trabajo a muchos. Se puede especular cómo aprendió Clowes a medir el tiempo, a componer la soledad, a abocetar motivaciones o a rotar la cámara alrededor de máscaras que se dicen personajes, pero mucho más sencillo que seguirle la pista a sus afluentes, es localizar a sus epígonos, que son legión. Y es que el autor de Wilson pasa por ser uno de los más imitados del medio, especialmente entre la esfera indie, y no cito a nadie por no faltar al respeto. La aparición de Clowes fue un terremoto, y su onda expansiva todavía no acaba. Véase que tomadas sus obras principales –a mí David Boring me pirra, como a todo el mundo, y Ice Haven y las historietas cortas y etcétera, pero confieso que tengo predilección por Ghost World, vaya usted a saber por qué–, hasta se diría que Clowes se plagia a sí mismo, pero, qué coño, está en su derecho.
Porque no creo que Wilson descubra nada a nadie; a nadie que ya lo conozca, quiero decir. Y claro está que tiene sus momentos, sus muchos momentos, fruto de la técnica portentosa made in Clowes –con las connotaciones ya referidas–. El libro está hecho de elipsis y resonancias, y tiene mensajes encriptados que cobran sentido en el desarrollo, que es lo que viene siendo leer a Daniel Clowes. Quizá lo nuevo sea una cierta madurez, en el sentido fisiológico de la palabra. Porque, sí, el hombre se está haciendo mayor. Y conste que no lo digo en sentido peyorativo, sino como simple constatación de un hecho. Hay a quien no le gusta el Kirby de los setenta, quien lo considera senil, como senil es un calificativo asociado al Miller del All Star Batman y Robin, pero es que a mí me pirran ambos, y me pirra Wilson, con todo y lo dicho. En los tres casos me sobran explicaciones, y por eso no las daré aquí –y que no se piense nadie que no he reparado en el uso de tal o cual motivo en Wilson–. Los encuentro, sencillamente, sobrados y divertidos. Muy, muy divertidos.
Javier Fernández
03 mayo 2011
Y OTRAS AGUDAS OBSERVACIONES
Título: TODO EL MUNDO ES IMBÉCIL MENOS YO
Autor: PETER BAGGE
Editorial: LA CÚPULA
Páginas: 124
PVP: 19 €
Comenzaré poniendo del tirón título, subtítulo y coletilla del libro de Peter Bagge (1957, Peekskill, Nueva York) del que pasaré a hablarles a continuación, ya verán que es largo: Todo el mundo es imbécil menos yo y otras agudas observaciones. Hilarantes reportajes de cómic de investigación sobre la actualidad más candente. Claro está que la candente actualidad a la que hace referencia lo anterior es la estadounidense –que tanto se parece y tanto difiere de la nuestra–, de modo que se agradece, y mucho, el esfuerzo del camaleónico e irredento Hernán Migoya en la estupenda traducción, así como el “Glosario de términos y referencias localistas estadounidenses” que cierra acertada y afortunadamente el libro, y sin el que un ignorante como yo se habría sentido bastante perdido.
Lo que tenemos aquí es la recopilación de un puñado de historietas cortas –a veces de una sola página, nunca de más de cuatro– publicadas originalmente en Reason, la revista libertaria fundada en 1968 y editada por la fundación homónima, una institución no lucrativa de Los Angeles cuyo logotipo traduce a líneas la mano entorchada de la Estatua de la Libertad y tiene por lema “mentes libres y libres mercados”. El que esto suscribe opina que la intención del libro es primera y sencillamente cómica y que cualquier intención política, retrato sociológico o adhesión ideológica están supeditados a lo anterior, aunque quizá haya quien prefiera verlo al contrario. Porque, qué duda cabe que hay aquí un comentario de la realidad tal como la percibe el adepto al libertarismo, pero es que, bajo la óptica de Bagge, el libertario es el tipo sencillo que proclama “vive y deja vivir” y que, por lo mismo, denuncia la indefectible obsesión de tanto hijo de vecina de ordenarle la existencia al prójimo, de solucionarle la vida a la fuerza. ¿No les simpatiza, así de primeras?
Una recopilación, les decía, de sátiras corrosivas, ordenadas en torno a diversos ejes temáticos (la guerra, el sexo, el arte, las finanzas, la política, etc.) y que, en sentido amplio, muestran a las claras lo ridículo, lo absurdo, lo inconstante de la condición humana. Según se mire, sirve el libro de Bagge como informe detallado de las más variopintas tipologías y para entender usos y costumbres sociales, en especial –insisto– los de esa compleja sociedad estadounidense que alguien describió en alguna parte como un guiso enorme de innumerables ingredientes, todos flotando en la misma sopa, y no se me ocurre mejor metáfora que esta del caldo caliente y abigarrado.
Personalmente, valoro como agua de mayo que queden aún tipos gamberros y contestatarios como el autor de Odio, herederos del underground y la contracultura, pues hay días que le queda a uno la sensación de que el indie es un sumidero esteticista, cuando no un mero canal, una marca comercial. Por fortuna, digo, está sentado Peter Bagge a la derecha de Crumb padre, junto a Shelton y compañía. Los oigo dar sus grandes risotadas y es que me meo de la risa.
Javier Fernández
Autor: PETER BAGGE
Editorial: LA CÚPULA
Páginas: 124
PVP: 19 €
Comenzaré poniendo del tirón título, subtítulo y coletilla del libro de Peter Bagge (1957, Peekskill, Nueva York) del que pasaré a hablarles a continuación, ya verán que es largo: Todo el mundo es imbécil menos yo y otras agudas observaciones. Hilarantes reportajes de cómic de investigación sobre la actualidad más candente. Claro está que la candente actualidad a la que hace referencia lo anterior es la estadounidense –que tanto se parece y tanto difiere de la nuestra–, de modo que se agradece, y mucho, el esfuerzo del camaleónico e irredento Hernán Migoya en la estupenda traducción, así como el “Glosario de términos y referencias localistas estadounidenses” que cierra acertada y afortunadamente el libro, y sin el que un ignorante como yo se habría sentido bastante perdido.
Lo que tenemos aquí es la recopilación de un puñado de historietas cortas –a veces de una sola página, nunca de más de cuatro– publicadas originalmente en Reason, la revista libertaria fundada en 1968 y editada por la fundación homónima, una institución no lucrativa de Los Angeles cuyo logotipo traduce a líneas la mano entorchada de la Estatua de la Libertad y tiene por lema “mentes libres y libres mercados”. El que esto suscribe opina que la intención del libro es primera y sencillamente cómica y que cualquier intención política, retrato sociológico o adhesión ideológica están supeditados a lo anterior, aunque quizá haya quien prefiera verlo al contrario. Porque, qué duda cabe que hay aquí un comentario de la realidad tal como la percibe el adepto al libertarismo, pero es que, bajo la óptica de Bagge, el libertario es el tipo sencillo que proclama “vive y deja vivir” y que, por lo mismo, denuncia la indefectible obsesión de tanto hijo de vecina de ordenarle la existencia al prójimo, de solucionarle la vida a la fuerza. ¿No les simpatiza, así de primeras?
Una recopilación, les decía, de sátiras corrosivas, ordenadas en torno a diversos ejes temáticos (la guerra, el sexo, el arte, las finanzas, la política, etc.) y que, en sentido amplio, muestran a las claras lo ridículo, lo absurdo, lo inconstante de la condición humana. Según se mire, sirve el libro de Bagge como informe detallado de las más variopintas tipologías y para entender usos y costumbres sociales, en especial –insisto– los de esa compleja sociedad estadounidense que alguien describió en alguna parte como un guiso enorme de innumerables ingredientes, todos flotando en la misma sopa, y no se me ocurre mejor metáfora que esta del caldo caliente y abigarrado.
Personalmente, valoro como agua de mayo que queden aún tipos gamberros y contestatarios como el autor de Odio, herederos del underground y la contracultura, pues hay días que le queda a uno la sensación de que el indie es un sumidero esteticista, cuando no un mero canal, una marca comercial. Por fortuna, digo, está sentado Peter Bagge a la derecha de Crumb padre, junto a Shelton y compañía. Los oigo dar sus grandes risotadas y es que me meo de la risa.
Javier Fernández