11 enero 2010

EL CUADERNO FILOSOFAL (y 3)

Título: DEATH NOTE 13
Autor: TSUGUMI OHBA Y TAKESHI OBATA
Editorial: GLÉNAT
Páginas: 280
PVP: 15 €

Andaba yo preguntándome cómo es que le he dedicado tres artículos precisamente a Death Note y lo cierto es que no he llegado a ninguna conclusión, ¿se deberá a algún tipo de inconteninencia relacionada con los excesos navideños?
En fin, les contaba –resumo el resumen– que Light-Kira se ha puesto a matar apandadores con su cuaderno mágico, un arma heredada de los shinigami, ángeles pelín horteras de la muerte que, por aparente diversión, han tenido a bien ceder un puñado de libretas asesinas a individuos del mundo real; esta de Kira es una, pero a lo largo del manga salen más. La consecuencia inmediata es el establecimiento de un nuevo orden mundial basado en la desaparición del delito –y, con él, del libre albedrío– y la adoración subsequente de Kira superstar. Tocaba hablarles del cuarto elemento del guión que se opone al advenimiento de la nueva sociedad, y a ello voy. Se trata de una letra mayúscula: L.
L es un personaje carismático confeccionado como antagonista de Light. Es también superinteligente pero con marcados problemas de socialización y hasta de modales –no puede parar de ingerir dulces, habla con una insultante franqueza, apenas sale a la calle, odia los zapatos y gusta de sentarse con los pies en la silla, amén de otras lindezas que convendría psicoanalizar–. Es desaliñado, ingenuo, tierno. Y rico. Se presenta como la única persona capaz de medirse intelectualmente con Kira y pronto hace que las fuerzas de la ley, y el propio Light –la trama se enreda pero mejor léanse el tebeo–, trabajen a su servicio. En mi opinión, el duelo Light-L es atrayente y divertido, y el propio L tal vez sea la creación más vívida y singular de la serie.
Y ahora sí, las consideraciones finales. Death Note se caracteriza por un vaivén inagotable de giros argumentales que provocan cierto mareo y no poco cansancio –todo sucede así porque tiene que suceder así, no busquen más explicaciones, el chiste está en la infinita repetición de esquemas–, los diálogos son insólitamente copiosos para un shonen y tan artificiales que acaban teniendo su aquel, y el final llega cuando llega, no como consecuencia de nada sino porque sí, ya puestos la cosa podía haber durado otros doce tomos. Las secuencias finales y el epílogo levantan la media y esta especie de goticopunk de reminiscencias cristianas y sazonado de homofilia, abono fértil para el cosplay, alcanza un éxtasis místico.
Mención aparte merecen los dibujos de Obata, a los que el asunto le debe una enorme parte de su éxito: espectaculares, ágiles –sobre todo cuando no están lastrados por los tochos de Ohba–, con un magnífico sentido del ritmo y la composición y un aspecto moderno, anguloso y elegante, un interesante uso de las tramas y un entintado de calidad sobresaliente.
Ah, por cierto, el tomo trece es, como indica el subtítulo una guía de lectura; incluye entrevistas a los creadores, datos variopinto y el “episodio piloto” que precedió a la serie, protagonizado por el shinigami Ryuk y otro incauto chaval. Un libro muy cuco pero de letra minúscula que celebra la existencia de esta existosa y singular fantasía contemporánea.
Eso es todo.

Javier Fernández

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