27 abril 2011

DITKO, DITKO, DITKO

Título: STRANGE SUSPENSE. LOS ARCHIVOS DE STEVE DITKO VOL. 1
Autor: STEVE DITKO
Editorial: DIÁBOLO
Páginas: 240
PVP: 35 €

Seguramente es por casualidad que Steve Ditko (Johnstown, 1927) se ha convertido en uno de los nombres propios del medio de la historieta. Es casualidad, digo, porque tiene uno la sospecha de que se libró por poco de integrar el montón de los invisibles, de los autores de culto. Ese poco, claro está, es Spider-Man. Ya saben ustedes que el de Pennsylvania fue el creador gráfico del trepamuros, y eso le cambia la vida a cualquiera.
Que no digo yo que Ditko no sea fabuloso, o, mejor dicho, afirmo que es fabuloso, la bomba, una pasada, pero –mal que me pese– su arte no se distingue precisamente por el hallazgo de un público. De modo que la casualidad, sí, bendita sea, lo puso un día en el escaparate y de ahí que todos lo hayamos leído. Todos, sin excepción. Por eso es que hablar de Ditko es hablar de un autor influyente, una rama principal del árbol de la historieta estadounidense; un poco apartada de la luz, eso sí, pero gruesa al fin y al cabo. De Craig Russell a Beto Hernández, pasando por el mismísimo Frank Miller, se siguen fácilmente las trazas de su estilo raro y personalísimo.
Puestos a distinguir etapas en la carrera de Ditko, por mí está bien si hoy las dejamos en tres: formación, consagración y rompimiento, con el breve éxito ya citado en pleno medio. Y bien, esta compilación que celebramos, Strange Suspense, editada originalmente por Fantagraphics y traída a lengua española en hermosa edición por Diábolo, da cuenta de los primeros estadios de la formación, lo que vendría a ser propiamente el surgimiento del artista. Se sabe que Ditko aprendió a narrar de Jerry Robinson –literalmente, asistió a sus clases– y que tuvo a Mort Meskin como autor ideal, y resulta no menos evidente al lector avisado la influencia de Joe Kubert en estas viñetas primeras, aunque nada de esto importa realmente. Lo que cuenta es que Strange Stories es puro Ditko. Dicho de otro modo, aquí están ya, de inicio, las cualidades estéticas que se reconocerán como propias del autor. Hay planos heredados de, y modos de entintar a lo, y ritmos que remiten a, pero la reunión de todo ello, y más, es Ditko, Ditko desatado: atmósferas bizarras, motivos imposibles, el expresionismo narrativo, la densidad plástica…
Las historietas de este primer volumen de Los archivos de Steve Ditko pertenecen a una gozosa variedad de géneros, si bien es el terror el que más abunda, y son fruto de una libertad creativa absoluta, propiciada por los editores de aquellas cabeceras, remedos casi siempre de la EC, segundonas y aspirantes al olvido: Fantastic Fear, The Thing, Strange Suspense Stories, Crime and Justice, Space Adventures, etcétera. Literariamente, el volumen es infame y sobresaliente. Malo porque los argumentos son necedades de absurdo twist argumental, y maravilloso por entretenido y macabro, de una atrayente violencia, anterior al recrudecimiento de la censura y, por tanto, libre de ella. Artísticamente, lo vengo diciendo, es un deleite. Y el conjunto, qué duda cabe, una joya.

Javier Fernández

18 abril 2011

UNA SENSACIÓN DE PERFECTA DICHA

Título: CONSUMIDO

Autor: JOE MATT

Editorial: FULGENCIO PIMENTEL

Páginas: 128

PVP: 20 €


Si han leído a Joe Matt (Filadelfia, 1963) ya saben qué es eso que le produce la dicha a ese trasunto del propio artista que es el protagonista de Consumido. Cito por si es que no: “Los músculos no me responden. Qué sensación más maravillosa… Es como estar flotando… Es como un interruptor interior. Ya no me siento neurótico ni deprimido, al contrario, me recorre una sensación de paz y complacencia, de perfecta dicha. Si soy adicto a algo, es a esta sensación de abandono. Es la evasión perfecta para una vida miserable y solitaria: es placentero, barato y tampoco perjudica a la salud”. ¿No lo pillan? Echen un vistazo a la cubierta. ¿Ven todo ese papel higiénico? No, el personaje no ha estado llorando ni está resfriado, se halla sencillamente exhausto, y siente una dicha perfecta. Claro que la imagen es bastante clara y explícita, y no necesita justificación alguna, pero, si se quiere, se le puede encontrar también su lado metafórico. En otra clave, lo de Matt cabría entenderse como “reflejo de la decadencia de un artista que ha tardado casi una década en completar las exiguas cien páginas de este libro”, tal como reza la cuarta de cubierta, pero también como una representación cómica del propio género autobiográfico, reducido argumentalmente aquí a un recuento masturbatorio. De Justin Green a Phoebe Gloeckner, pasando por Allison Bechdel, Gabrielle Bell, Harvey Pekar o el propio Crumb, la historieta norteamericana tiene grandes exponentes del “¡mira lo que hago, mamá!”, que tanto nos gusta a los humanos. No es que sea un género infinito, pero lo parece. Los hay que son refinados como Seth, que han jugado ocasionalmente a la confusión entre realidad y ficción; sensibles, como Chester Brown y sus historietas zen; y los hay que dan lástima, como Joe Matt –no me malinterpreten, me refiero a que dar lástima es uno de los objetivos de Matt, el corazón de su vis cómica. Los tres antedichos, Seth, Brown y Matt, amigos dentro y fuera de las viñetas, protagonizan algunos de los momentos estelares de Consumido, y uno termina la lectura del álbum con la sensación de conocerlos de toda la vida. Es lo que tienen las buenas comedias de situación, que enseguida se empatiza con sus personajes, y se los quiere. El otro protagonista destacado es la videograbadora, o mejor dicho, las videograbadoras que Matt usa para editar su particular colección de grandes fragmentos del éxtasis cinematográfico. Todo un alarde artesanal que –piensa uno– se habrá quedado en nada en estos tiempos de recursos digitales. Consumido compila historietas de los números 11 a 14 de Peepshow, corregidas para su edición en tomo, y, en lo formal, Joe Matt alcanza aquí un nivel de exquisitez en la secuenciación y en el acabado que sorprenderá a propios y extraños. En otro orden de cosas, conviene resaltar que la edición de Fulgencio Pimentel, en tritono, es toda una delicia de factura y confección. ¿Qué más les puedo decir? Que lo compren. Es Joe Matt, no hay dos como él.


Javier Fernández

11 abril 2011

¡HAY RECESIÓN, JOE!

Título: TRÁEME TU AMOR Autor: CHARLES BUKOWSKI, ROBERT CRUMB (ilustrador) Editorial: LIBROS DEL ZORRO ROJO Páginas: 60 PVP: 17 €



Charles Bukowski y Robert Crumb. Miel sobre hojuelas. Vale, no es la expresión más adecuada, pero ya me entienden. Me dice Luis Gámez que la reunión de estos dos en un mismo libro es algo así como echar tónica a la ginebra, un hecho lógico y natural, y hasta inevitable. Y sí, que Crumb ilustre a Bukowski, que Bukowski se lea en clave de Crumb, equivale en matemáticas a sumar dos y dos. Pero ya basta de comparaciones, vayamos al grano. Traducidos por Marcial Souto –a quien, sin conocer en persona, tanto estimo, especialmente por sus versiones de J. G. Ballard–, se incluyen aquí tres relatos del maestro del realismo sucio, un escritor que siempre vuelve a uno renovado, fresco y brillante como la primera vez. Leer a Bukowski es abandonarse al voyeurismo más placentero, asomarse a la vida ajena, que tiene parte de la propia. No tanto en situaciones o ambientes, máxime porque el que esto suscribe habita en el sur de España y no en los suburbios de una metrópoli gringa, y lo que allí es natural como la vida misma aquí se vive como ficción, como metáfora de la condición humana. Las imágenes de Bukowski carecen de sutileza y refinamiento, son descarnadas en el sentido en que son puramente carnales, sudorosas, inmediatas, pero no por ello simples, ni carentes de manufactura. El escritor era un maestro de la tensión y la palabra, y su maestría comienza por el oído, o por el ojo, según se quiera entender su faena artística, que consiste en retratar fidedignamente tipos y situaciones. O más precisamente, recrearlos. Todo el que lee a Bukowski lo sabe, que se asoma al mundo, y en realidad se asoma a una invención del mundo en la que flashes de realidad se han transformado en personajes y la anécdota cierta es una excusa para moldear certeras motivaciones. Tráeme tu amor y otros relatos enciende y apaga la luz en tres ocasiones, pues tres son los cuentos aquí incluidos: “Tráeme tu amor”, “No funciona el negocio” y “Bop, bop, contra aquel telón”. En lo que a la temporalidad de la acción importa, el libro camina en progresión desde un incidente breve, y luego otro, hasta el recuento de toda una época, y en todos los casos se tiene la sensación de estar asistiendo a una crisis interminable, a una recesión que no acaba. Quisiera estar eternamente hablando de Bukowski, pero más aún me gusta hablar de Robert Crumb, y debe ser por eso que lo he dejado para el final, para no tener más remedio que citarlo escuetamente. Dice la solapa del libro que es “quizá el historietista más importante de todos los tiempos”. Por mí vale, y además es un ilustrador cojonudo; en algún lugar escribí que Crumb es el mejor dibujante de América. No sigo, mis últimas palabras van para la edición de Libros del Zorro Rojo, que se disfruta desde la sobrecubierta al colofón. Lo dice un connoisseur, por si les sirve de algo.



Javier Fernández

04 abril 2011

CONTORNO Y FIGURACIÓN

Título: CECIL Y JORDAN EN NUEVA YORK, Autor: GABRIELLE BELL, Editorial: LA CÚPULA, Páginas: 160, PVP: 20 €


Hace poco más de dos años, comencé mi reseña de Afortunada (La Cúpula, 2008) diciendo que adoro a Gabrielle Bell. Y recuerdo que entonces estaba yo por tomar un avión a México para empezar una vida nueva y que me cayó la monografía de la Bell como un abrazo de despedida. Pues bien, la nueva vida empezó y me trajo de vuelta, y apenas tomo tierra y me encuentro con Cecil y Jordan en Nueva York, lo nuevo de Gabrielle Bell, que es casi un regalo de bienvenida. Porque hay cosas que cambian con el tiempo, pero este no es el caso. Insisto, adoro a Gabrielle Bell. También entonces escribí: “Bell comienza Afortunada anotando de manera sistemática los hechos significativos del día a día y termina decantándose por la búsqueda del momento más revelador, la elección meditada de la anécdota para dejarla crecer a lo largo de las páginas, en una técnica final más similar a la ficción que a la pura confesión”. Y bien, de Cecil y Jordan cabría decir lo contrario, que utiliza la ficción como técnica para delinear una confesión, un retrato íntimo. En los mejores momentos de la compilación, la temperatura de los relatos invita a sospechar que Bell se oculta en diversas máscaras, pero claro, la fabulación permite al lector implicarse más allá del voyeurismo, y, en este sentido, el libro cobra una altura nueva, mayor, si cabe, que la de Afortunada. Tradicionalmente, los terrenos aquí transitados eran propios de la literatura, pero hace ya que el indie se ha encargado de reivindicarlos para el cómic. Y dentro de esta tendencia, conviene remarcar que Bell tiene buen oído, un estilo personal y hermoso, basado en la peculiar mezcla de sobriedad y dulzura –lo que la diferencia, por ejemplo, de Adrian Tomine–, y en un deseo de sencillez y limpieza que la aleja –citando otro parecido razonable– de la alargada sombra de Julie Doucet. Se puede definir a la Bell como una prosista de la imagen, y vean que la expresión tiene su miga. En un sentido inmediato, y en el contexto del arte secuencial que nos ocupa, la imagen es el recurso básico y principal, pero en otro más amplio la imagen no es sino el territorio propio de la poesía. Es decir, hay figuración, pero también una cierta abstracción emocional que emana de los contornos del argumento, de las simples figuras, de las que la silla del relato “Cecil y Jordan en Nueva York” es el ejemplo más inmediato. Mención aparte merece la edición de La Cúpula, que cuenta con una excelente traducción de Montserrat Terrones y una estupenda rotulación de Iris Bernárdez. La primera construye un tono sincero y natural, que permite al lector quedar absorbido de principio a fin, y la segunda trabaja con tipos que mimetizan el original y completan la belleza de las páginas. Trabajos como estos elevan el estándar de la lectura de tebeos y le devuelven la magia que otros, que se dicen editores, transforman en vulgaridad.


Javier Fernández